martes, 30 de octubre de 2012

Agamben: crédito, fe y futuro

Texto de Giorgio Agamben, traducido por Álvaro García-Ormaechea y publicado el 16 de febrero en el diario italiano La Repubblica. Recoge una intervención radiofónica del filósofo italiano que se puede escuchar pinchando aquí.


SI LA RELIGIÓN FEROZ DEL DINERO DEVORA EL FUTURO
Para comprender lo que quiere decir la palabra “futuro” antes hay que entender lo que significa otra palabra, una que ya no acostumbramos a usar más que en la esfera religiosa: la palabra “fe”. Sin fe o confianza no es posible el futuro, hay futuro solo si podemos esperar o creer en algo. Ya, pero la fe ¿qué es? David Flüsser, un gran estudioso de la ciencia de las religiones –pues existe una disciplina de tan extraño nombre– estaba hace poco trabajando en la palabra pistis, que es el término griego que Jesús y los apóstoles usaban para “fe”. Aquel día, que iba paseando por casualidad por una plaza de Atenas, en un momento dado alzó la vista y vio ante sí escrito con grandes caracteres: Trapeza tes pisteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y a los pocos segundos se dio cuenta de que se encontraba simplemente a la puerta de un banco: trapeza tes pisteos significa en griego “banco de crédito”. Ese era el sentido de la palabra pistis, que llevaba meses tratando de entender: pistis, “fe”, no es más que el crédito del que gozamos ante Dios y el crédito del que goza la palabra de Dios ante nosotros, a partir del momento en que la creemos. Por eso Pablo puede decir en una famosa definición que “la fe es sustancia de cosas esperadas”: aquello que da realidad a lo que todavía no existe, pero en lo que creemos y tenemos confianza, en lo que hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra palabra. Algo así como un futuro existe en la medida en que nuestra fe logra dar sustancia, es decir realidad, a nuestras esperanzas. Pero ya se sabe que la nuestra es una época escasa de fe o, como decía Nicola Chiaromonte, de mala fe, de fe mantenida a la fuerza y sin convicción. Una época, por tanto, sin futuro y sin esperanzas –o de futuros vacíos y de falsas esperanzas–.
Pero en esta época nuestra, demasiado vieja para creer verdaderamente en nada y demasiado listilla para estar verdaderamente desesperada, ¿qué hay de nuestro crédito? ¿Qué hay de nuestro futuro?
Bien mirado, existe aún una esfera que gira toda ella en torno al perno del crédito, una esfera a la que ha ido a parar toda nuestra pistis, toda nuestra fe. Esa esfera es la del dinero, y la banca –la trapeza tes pisteos– es su templo. El dinero no es sino un crédito, y de ahí que muchos billetes (la esterlina, el dólar, si bien no, quién sabrá por qué, quizás esto nos debería haber hecho sospechar algo, el euro) aún lleven escrito que el banco central promete garantizar de alguna manera ese crédito. La consabida “crisis” que estamos atravesando –pero ya ha quedado claro que eso a lo que llamamos “crisis” no es sino el modo normal en que funciona el capitalismo de nuestro tiempo– comenzó con una serie de operaciones irresponsables sobre el crédito, sobre créditos que eran descontados y revendidos decenas de veces antes de que pudieran ser realizados. En otras palabras, eso significa que el capitalismo financiero –y los bancos, que son su órgano principal– funciona jugando con el crédito, que es tanto como decir la fe, de los hombres.
La hipótesis de Walter Benjamin según la cual el capitalismo es en verdad una religión –y la más feroz e implacable que haya existido nunca, pues no conoce redención ni tregua– hay que tomarla al pie de la letra. La Banca, con sus grises funcionarios y expertos, ha ocupado el lugar que dejaron la Iglesia y sus sacerdotes. Al gobernar el crédito, lo que manipula y gestiona es la fe: la escasa e incierta confianza que nuestro tiempo tiene aún en sí mismo. Y lo hace de la forma más irresponsable y sin escrúpulos, tratando de sacar dinero de la confianza y las esperanzas de los seres humanos, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él (incluso el crédito de los estados, que han abdicado dócilmente de su soberanía). De esta forma, gobernando el crédito gobierna no solo el mundo, sino también el futuro de los hombres, un futuro que la crisis hace cada vez más corto y decadente. Y si hoy la política no parece ya posible es porque de hecho el poder financiero ha secuestrado por completo la fe y el  futuro, el tiempo y la esperanza.
Mientras dure esta situación, mientras nuestra sociedad que se cree laica siga sirviendo a la más oscura e irracional de las religiones, estará bien que cada uno recoja su crédito y su  futuro de las manos de estos lóbregos, desacreditados pseudosacerdotes, banqueros, profesores y funcionarios de las varias agencias de rating. Y acaso lo primero que hay que hacer sea dejar de mirar tanto hacia el futuro, como ellos exhortan a hacer, y volver un poco la vista al pasado. Pues solo comprendiendo lo que ha sucedido, y sobre todo tratando de entender cómo ha podido ocurrir será posible, quizás, reencontrar la propia libertad. La arqueología –no la futurología– es la vía de acceso al presente.
miércoles, 24 de octubre de 2012

Próxima sesión del curso CCC: “Desarrollismo y depredación del territorio”



Este jueves 25 de octubre, a las 19:30 de la tarde, proseguirá en el Café d´Espacio el recién inaugurado curso anual “Crítica de la Cultura Capitalista”, un proyecto con el que el colectivo Foro Crítica y Sociedad invita a la reflexión crítica ejercida de manera colectiva, desde la convicción de que esta es imprescindible para todas aquellas personas y colectivos sociales que quieran transformar el sistema actualmente imperante.

Avanzando en el primer módulo del curso –“Ecología y ética de la responsabilidad”–, en esta sesión abordaremos la cuestión “Desarrollismo y depredación del territorio” tanto desde el flanco del análisis académico como desde la experiencia práctica de las resistencias locales.

Para lo primero, el compañero Antonio Aizpuru hará una exposición del texto “Turismo: La mirada caníbal”, del filósofo Santiago Alba Rico. En unas islas que producen y reciben a ambos tipos de sujeto, cobra el máximo sentido prestarle atención a un autor que afirma que “La figura del turista, en efecto, sólo puede comprenderse a la luz de la del inmigrante, como su reverso y su denuncia, en el cruce de dos flujos desiguales, uno ascendente y otro descendente, que reproduce la explotación económica a nivel planetario y legitima ideológica, antropológica y psicológicamente una relación neocolonial a nivel local.” Compartimos un enlace al texto completo.


Paralelamente a este reparto de papeles, en Canarias sabemos bien que el capital, cuando lo que desea es crecer vendiendo vacaciones, necesita encarnarse antes en la apisonadora mecánica que –como describe Alba Rico– nos convierta en parque temático de nosotras mismas, con todas las infraestructuras que para ello hagan falta –o no–. Contra esta cabeza de la hidra, ávida de ampliar el aeropuerto de Gando, construir la Tangencial de Telde o instalar un Tren de Alta Velocidad en una isla como Gran Canaria, lleva 30 años peleando el colectivo Turcón – Ecologistas en Acción. Uno de sus miembros, el ingeniero Leonardo Valido, vendrá a exponernos, bajo el título de “Luchando contra la tercera pista del aeropuerto”, la problemática relacionada con los aeropuertos y sus ampliaciones, el ruido y la calidad de vida de los vecinos. Compartimos las alegaciones que el colectivo presentó al respecto a principios de año.  


Por su actualidad, y para ilustrar que al desarrollismo también se le confronta con alternativas –éstas sí– lógicas, les proponemos, además, leer una de las varias alegaciones que los ecologistas de Telde están presentando contra las recalificaciones de suelo rústico previstas en el nuevo Plan General de Ordenación para esta zona de la isla.
(foto: TeldeActualidad)


martes, 16 de octubre de 2012

¡Comienza el curso de crítica de la cultura capitalista del Foro Crítica y Sociedad!

Este curso está pensado como un proyecto de formación política que nace con el convencimiento de que la reflexión crítica ejercida de manera colectiva es una herramienta imprescindible para todas aquellas personas y colectivos sociales que quieran transformar el sistema capitalista. Se trata, por tanto, de rescatar las teorías críticas de las academias y sacarlas a la calle con el fin de comprender mejor las diversas formas de dominación de nuestro sistema y re-pensar las alternativas que ya se están construyendo colectivamente.
El curso se desarrolla durante 10 meses y está compuesto por cuatro módulos:
· Ecología y ética de la responsabilidad. (Programado de octubre a diciembre)
· Geografías de la exclusión. (Programada de Enero a Marzo)
· Historia y actualidad de los movimientos sociales. (Programado de Marzo a Mayo)
· Amor y capitalismo. (Programado de Mayo a Julio)
El próximo 16 de Octubre comenzará el primer módulo: Ecología y ética de la responsabilidad. En esa misma semana, el jueves 18 de Octubre a las 20.00 tendremos en el Café d´Espacio la presentación de Luis González, de Ecologistas en Acción: “Crisis sistémica del capitalismo y alternativas desde el ecologismo social”
En este módulo pretendemos reflexionar con activistas vinculados al ecologismo social sobre la necesidad de repensar una ética que se oponga al capitalismo depredador que toma al ser humano y a la naturaleza como un medio al servicio del “progreso” capitalista, un progreso que no conoce límites y exige el sacrificio del propio planeta con tal del salvar el sistema.
Todas las sesiones son de entrada libre y se desarrollarán en el centro social Café d´Espacio (C/Cebrián 54, Las Palmas de G.C.) salvo la primera sesión que tendrá lugar en el salón de actos de la Facultad de Formación del Profesorado de la ULPGC (campus del Obelisco), sesión organizada por la Plataforma Pobreza Cero.
Aquí les dejamos el cartel del primer módulo con los detalles de las seis sesiones:




lunes, 1 de octubre de 2012

Una historia alternativa de la deuda

Extracto del libro 'En deuda. Una historia alternativa de la economía', del antropólogo David Graeber, publicado en España por la editorial Ariel.


Hace dos años, por una serie de extraordinarias coincidencias, asistí a una fiesta en el jardín de la Abadía de Westminster. Me sentía un poco incómodo. No es que los demás invitados no fueran agradables y amistosos, ni que el padre Graeme, organizador del acontecimiento, no fuera un anfitrión encantador y amable. Pero me encontraba fuera de lugar. En cierto momento el padre Graeme intervino para decirme que había alguien, cerca de una fuente cercana, a quien me gustaría conocer. Resultó ser una joven esbelta e inteligente que, según me explicó, era abogada, «pero del tipo activista. Trabaja para una fundación que proporciona apoyo legal para los grupos que luchan contra la pobreza en Londres. Creo que tendrán ustedes mucho de qué hablar».
Y conversamos. Me habló de su trabajo. Le conté que durante años había estado implicado en el movimiento global por la justicia social («movimiento antiglobalización», como estaba de moda llamarlo en los medios de comunicación). Ella sentía curiosidad. Por supuesto, había leído mucho acerca de Seattle, Génova, los gases lacrimógenos y las batallas callejeras, pero... bueno, ¿habíamos conseguido algo con todo eso?
«En realidad», repliqué, «es asombroso todo lo que conseguimos en aquellos dos primeros años».
«¿Por ejemplo?»
«Bueno, por ejemplo casi conseguimos destruir el FMI.» Resultó que ella desconocía lo que era el FMI, de modo que le expliqué que el Fondo Monetario Internacional actuaba básicamente como el ejecutor de la deuda mundial: «Se puede decir que es el equivalente, en las altas finanzas, a los tipos que vienen a romperte las dos piernas».
Me lancé a ofrecerle un contexto histórico, explicándole cómo, durante la crisis del petróleo de los 70, los países de la OPEP acabaron colocando una parte tan grande de sus recién descubiertas ganancias en los bancos occidentales que éstos no sabían en qué invertir el dinero; de cómo, por tanto, Citibank y Chase comenzaron a enviar agentes por todo el mundo para convencer a dictadores y políticos del Tercer Mundo de acceder a préstamos (en aquella época lo llamaban go-go banking); cómo estos préstamos comenzaron a tipos de interés extraordinariamente bajos sólo para dispararse casi inmediatamente a tipos de más del 20 por ciento por las estrictas políticas de EE.UU. a principios de los 80; cómo esto llevó, durante los años 80 y 90, a la gran deuda de los países del Tercer Mundo; cómo apareció entonces el FMI para insistir en que, a fin de obtener refinanciación de la deuda, los países pobres deberían abandonar las subvenciones a los alimentos básicos, o incluso sus políticas de mantener reservas de alimentos; así como la sanidad y la educación gratuitas; y cómo todo esto había llevado al colapso y abandono de algunas de las poblaciones más desfavorecidas y vulnerables del planeta. Hablé de pobreza, del saqueo de los recursos públicos, del colapso de las sociedades, de violencia y desnutrición endémicas, de falta de esperanzas y de vidas rotas.
«Pero ¿cuál era tu posición?», preguntó la abogada. «¿Acerca del FMI? Queríamos abolirlo.»
«No, acerca de la deuda del Tercer Mundo.»
«También la queríamos abolir. La exigencia inmediata era que el FMI dejara de imponer políticas de ajuste estructural, que eran las que causaban el daño inmediato, pero resultó que lo conseguimos sorprendentemente rápido. El objetivo a largo plazo era la condonación. Algo al estilo del Jubileo bíblico.* Por lo que a nosotros concernía, treinta años de dinero fluyendo de los países más pobres a los ricos era más que suficiente.»
«Pero», objetó ella, como si fuera lo más evidente del mundo, «¡habían pedido prestado el dinero! Uno debe pagar sus deudas». Fue entonces cuando me di cuenta de que ésta iba a ser una conversación muy diferente de la que había imaginado al principio.
¿Por dónde comenzar? Podría haber comenzado explicando que estos préstamos los habían tomado dictadores no elegidos que habían puesto la mayor parte del dinero en sus bancos suizos, y pedirle que contemplara la injusticia que suponía insistir en que los préstamos se pagaran no por el dictador, o incluso sus compinches, sino directamente sacando la comida de las bocas de niños hambrientos. O que me dijera cuántos de esos países ya habían devuelto dos o tres veces la cantidad que les habían prestado, pero que por ese milagro de los intereses compuestos no habían conseguido siquiera reducir significativamente su deuda. Podría también decirle que había una diferencia entre refinanciar préstamos y exigir, para tal refinanciación, que los países tengan que seguir ciertas reglas del más ortodoxo mercado diseñadas en Zúrich o en Washington por personas que los ciudadanos de aquellos países no habían escogido ni lo harían nunca, y que era deshonesto pedir que los países adopten un sistema democrático para impedir que, salga quien salga elegido, tenga control sobre la política económica de su país. O que las políticas impuestas por el FMI no funcionaban. Pero había un problema aún más básico: la asunción de que las deudas se han de pagar.
"Uno debe pagar sus deudas". La razón por la que esta frase es tan poderosa es que no se trata de una declaración económica: es una declaración moral
David Graeber
En realidad, lo más notorio de la frase «uno ha de pagar sus deudas» es que, incluso de acuerdo a la teoría económica estándar, es mentira. Se supone que quien presta acepta un cierto grado de riesgo. Si todos los préstamos, incluso los más estúpidos, se tuvieran que cobrar (por ejemplo, si no hubiera leyes de bancarrota) los resultados serían desastrosos. ¿Por qué razón deberían abstenerse los prestamistas de hacer un préstamo estúpido?
«Bueno, sé que eso parece de sentido común, pero lo curioso es que, en términos económicos, no es así como se supone que funcionan los préstamos. Se supone que las instituciones financieras son maneras de redirigir recursos hacia inversiones provechosas. Si un banco siempre tuviera garantizada la devolución de su dinero más intereses, sin importar lo que hiciera, el sistema no funcionaría.
Imagina que yo entrara en la sucursal más próxima del Royal Bank of Scotland y les dijera: "Sabéis, me han dado un buen soplo para las carreras. ¿Creéis que me podríais prestar un par de millones de libras?". Evidentemente se reirían de mí. Pero eso es porque saben que si mi caballo no gana no tendrían manera de recuperar su dinero. Pero imagina que hubiera alguna ley que les garantizara recuperar su dinero sin importar qué pasara, incluso si ello significara, no sé, vender a mi hija como esclava o mis órganos para trasplantes. Bueno, en tal caso, ¿por qué no? ¿Para qué molestarse en esperar que aparezca alguien con un plan viable para fundar una lavandería o algo similar? Básicamente ésa es la situación que creó el FMI a escala mundial... y es la razón de que todos esos bancos estuvieran deseosos de prestar miles de millones de dólares a esos criminales, en primer lugar.»
No llegué mucho más lejos porque en ese momento apareció un banquero borracho que, tras darse cuenta de que hablábamos de dinero, comenzó a contar chistes acerca de riesgo moral, que de alguna manera no tardaron en convertirse en una historia larga y no especialmente interesante acerca una de sus conquistas sexuales. Me alejé del grupo.
Sin embargo, la frase siguió resonando en mi cabeza durante varios días.
«Uno debe pagar sus deudas.»
La razón por la que es tan poderosa es que no se trata de una declaración económica: es una declaración moral. Al fin y al cabo, ¿no trata la moral, esencialmente, de pagar las propias deudas? Dar a la gente lo que le toca. Aceptar las propias responsabilidades. Cumplir con las obligaciones con respecto a los demás como esperaríamos que los demás las cumplieran hacia nosotros. ¿Qué mejor ejemplo de eludir las propias responsabilidades que renegar de una promesa, o rehusar pagar una deuda?
Me di cuenta de que era esa aparente evidencia la que la hacía tan insidiosa. Era el tipo de frase que hacía parecer blandas y poco importantes cosas terribles. Puede sonar fuerte, pero es difícil no albergar sentimientos intensos hacia asuntos como éstos cuando uno ha comprobado sus efectos secundarios. Y yo lo había hecho. Durante casi dos años viví en las tierras altas de Madagascar. Poco antes de que yo llegara había habido un brote de malaria. Se trataba de un estallido especialmente virulento, porque muchos años atrás la malaria se había erradicado de las tierras altas de Madagascar, de modo que, tras un par de generaciones, la gente había perdido su inmunidad.
El problema era que costaba dinero mantener el programa de erradicación del mosquito, pues exigía pruebas periódicas para comprobar que el mosquito no comenzaba a reproducirse de nuevo, así como campañas de fumigación si se descubría que lo hacía. No mucho dinero, pero debido a los programas de austeridad impuestos por el FMI, el gobierno había tenido que recortar el programa de monitorización. Murieron diez mil personas. Me encontré con madres llorando por la muerte de sus hijos. Uno puede pensar que es difícil argumentar que la pérdida de diez mil vidas humanas está realmente justificada para asegurarse de que Citibank no tuviera pérdidas por un préstamo irresponsable que, de todas maneras, ni siquiera era importante en su balance final. Pero he aquí a una mujer perfectamente decente, una mujer que trabajaba en una fundación caritativa, nada menos, que pensaba que era evidente. Al fin y al cabo, debían el dinero, y uno ha de pagar sus deudas.
***
Durante las semanas siguientes la frase seguía acudiendo a mi pensamiento. ¿Por qué la deuda? ¿Qué hace que este concepto sea tan extraordinariamente poderoso? La deuda de los consumidores es la sangre de nuestra economía. Todos los estados-nación modernos están construidos sobre la base del gasto deficitario. La deuda se ha erigido en tema central de la política internacional. Pero nadie parece saber exactamente qué es ni qué pensar de ella.
El mismo hecho de que no sepamos qué es la deuda, la propia flexibilidad del concepto, es la base de su poder. Si algo enseña la historia, es que no hay mejor manera de justificar relaciones basadas en la violencia, para hacerlas parecer éticas, que darles un nuevo marco en el lenguaje de la deuda, sobre todo porque inmediatamente hace parecer que es la víctima la que ha hecho algo mal. Los mafiosos comprenden perfectamente esto. También los comandantes de los ejércitos invasores. Durante miles de años los violentos han sabido convencer a sus víctimas de que les deben algo. Como mínimo, que «les deben sus vidas», una frase hecha, por no haberlos matado.
Hoy en día, por ejemplo, la agresión militar está tipificada como crimen contra la humanidad, y los tribunales internacionales, cuando se los convoca, suelen exigir a los agresores el pago de una compensación. Alemania tuvo que pagar enormes indemnizaciones tras la Primera Guerra Mundial, e Irak aún está pagando a Kuwait por la invasión militar de Sadam Hussein en 1990. Sin embargo, la deuda del Tercer Mundo, la de países como Madagascar, Bolivia y Filipinas, parece funcionar de manera exactamente opuesta. Los países deudores del Tercer Mundo son casi exclusivamente naciones que en algún momento fueron atacadas y conquistadas por las potencias europeas, a menudo las potencias a las que deben el dinero.
En 1895, por ejemplo, Francia invadió Madagascar, depuso el gobierno de la entonces reina Ranavalona III y declaró el país colonia francesa. Una de las primeras cosas que hizo el general Gallieni tras la «pacificación», como les gustaba llamarla, fue imponer pesados impuestos a la población malgache, en parte para poder pagar los gastos generados por haber sido invadidos, pero también, dado que las colonias tenían que ser autosuficientes, para sufragar los costes de la construcción de vías férreas, carreteras, puentes, plantaciones y demás infraestructuras que el régimen francés deseaba construir. A los contribuyentes malgaches nunca se les preguntó si querían aquellas vías férreas, carreteras, puentes, y plantaciones, ni se les permitió opinar acerca de cómo y dónde se construían.
Al contrario: durante el siguiente medio siglo, la policía y el ejército francés masacraron a un buen número de malgaches que se opusieron con demasiada fuerza al acuerdo (más de medio millón, según algunos informes, durante una revuelta en 1947). Madagascar nunca ha causado un daño comparable a Francia. Pese a ello, desde el principio se dijo a los malgaches que debían dinero a Francia, y hasta hoy en día se mantiene a los malgaches en deuda con Francia, y el resto del mundo acepta este acuerdo como algo justo. Cuando la «comunidad internacional» percibe algún problema moral es cuando el gobierno de Madagascar se muestra lento en el pago de sus deudas.
Pero la deuda no es sólo la justicia del vencedor; puede ser también una manera de castigar a ganadores que no se suponía que debieran ganar. El ejemplo más espectacular de esto es la historia de la República de Haití, el primer país pobre al que se colocó en un estado de esclavitud mediante deuda. Haití era una nación fundada por antiguos esclavos de plantaciones que cometieron la temeridad no sólo de rebelarse, entre grandes declaraciones de derechos y libertades individuales, sino también de derrotar a los ejércitos que Napoleón envió para devolverlos a la esclavitud.
Francia clamó de inmediato que la nueva república le debía 150 millones de francos en daños por las plantaciones expropiadas, así como los gastos de las fallidas expediciones militares, y todas las demás naciones, incluido Estados Unidos, acordaron imponer un embargo al país hasta que pagase la deuda. La suma era deliberadamente imposible (equivalente a unos 18.000 millones de dólares actuales) y el posterior embargo consiguió que el nombre de Haití se convirtiera en sinónimo de deuda, pobreza y miseria humana desde entonces.



La obscenidad y el símbolo: sobre la acción política del SAT



15ago 2012


Pablo Bustinduy
Filósofo
Basta con ver el nerviosismo y la ira que expresan las reacciones “oficiales” para comprobar que el Sindicato Andaluz de Trabajadores hizo algo más que entrar en dos supermercados para llevarse sin pagar un puñado de alimentos de primera necesidad. En realidad lo explicaron ellos mismos, pues al afirmar el carácter simbólico de su acción, no estaban intentando restarle importancia o valor, ni mucho menos encontrar una coartada legal ante la previsible represión desmedida del Estado. De hecho, estaban haciendo precisamente lo contrario: reforzar su incontestable carácter político. A diferencia de un simple robo, por ejemplo, una intervención política no agota su sentido en la inmediatez de la acción, en el aquí y el ahora de lo que se dice y lo que se hace. Una intervención política hace siempre algo más: anuda una cosa y la otra de modo tal que la realidad aparece bajo una óptica diferente, descubriendo hechos y abriendo posibilidades que eran invisibles apenas un segundo antes, y que ahora quedan expuestos a la vista de todos.
¿Qué le da entonces su carácter político a la acción del SAT, y cuál es la realidad que su intervención ha permitido ver y plantear de manera diferente? No creo que la cosa consista simplemente, como ha explicado algún dirigente de la izquierda, en facilitar una “conversación” sobre la desigualdad y la pobreza en el marco de la situación de excepción económica que estamos viviendo. Conversar está bien, pero para ello hay que estar seguro de que uno habla el mismo idioma que aquel a quien quiere escuchar, y cada vez parece más claro que en la Europa de 2012, las palabras ya no significan lo mismo para todo el mundo. No se trata simplemente de reiterar todas las mentiras del gobierno y la oposición, los eufemismos insultantes con que llenan cada día el discurso público, ese ejercicio complejo que consiste en hacer como si la gente fuera idiota para lograr que, a base de subjetivarlos como seres pasivos, incapaces y desinteresados, los ciudadanos acaben actuando y respondiendo como tales. Se trata de subrayar algo más profundo, y es que la situación política ha entrado en una fase de obscenidad en la que ya nadie se cree del todo las palabras que oye pronunciar, y de hecho no se sabe bien si los valores que se invoca por doquier (democracia, Europa, legalidad, justicia) corresponden en última instancia a algo más que una serie de palabras huecas, a un montón de ficciones que se han quedado vacías, que ya no significan nada.
Barthes decía que lo obsceno produce “imágenes sin mirada”, y de hecho ob-sceno significa, literalmente, lo que está fuera de escena, lo que carece de un marco, de una justificación, de su inscripción en un relato o un contexto. En la nueva era bismarckiana del gobierno de la deuda, las escenas ficcionales de la democracia liberal, de la construcción europea o de la cultura de la transición han saltado por los aires, y las profundas heridas sociales que disimulaban han quedado expuestas a la vista de todos. El régimen sigue actuando en el convencimiento de que la ausencia de alternativas políticas reales hace imposible cualquier mirada sobre ellas, de la misma manera que uno no “ve” a un vagabundo que pide en el metro: uno siente su presencia, sabe que está ahí, pero opta por lo más fácil, por renunciar al deber de nombrarlo, como si así la cosa sin nombre fuera a desaparecer. De manera parecida, la troika y el gobierno cuentan con la ira o la rabia popular ante la agudización del sufrimiento, pero esperan reducirlas al escenario más fácil de manejar políticamente: el pogrom, la violencia sin palabra, la xenofobia ciega y sus amaneceres dorados. Cuentan con que esa rabia no sea capaz de darse una gramática, una efectividad y una subjetividad política propias. Por eso la acción del SAT les ha resultado tan inaceptable.
La expropiación de comida del SAT simboliza y le da una palabra política precisamente a aquello que se pretende silenciar: no solo una realidad subyacente (la pobreza, la desigualdad, el paro y el sufrimiento ciudadano) de la que hay que empezar a hablar de otra manera, sino la distancia creciente que separa al poder político de su objeto mismo, de una realidad política y social que ya no puede contener, ordenar y controlar con tanta facilidad. Esa distancia amenaza con romper la ficción básica del consentimiento, de la legitimidad del poder y de sus leyes, por la que el pueblo “autoriza” a quienes lo representan y ejercen autoridad sobre él. La efectividad del régimen jurídico-político de la propiedad, con todas sus raíces y ramificaciones económicas, productivas, legales e institucionales, se apoya en última instancia sobre ese círculo ficcional que dibuja la libertad de un pueblo durante un instante para a continuación justificar su sometimiento. Cuando el círculo se interrumpe y esa ficción se resquebraja, todo gobierno se queda desnudo y pasa a volverse inaceptable.
La acción política del SAT, y en eso consiste precisamente su grandeza, ha servido para afirmar que hay ficciones que ya no rigen, que hay frases que hoy en día se han vuelto obscenas (“la ley es igual para todos”, “la justicia y la legalidad coinciden”, “la propiedad es sagrada”, “pagar lo que se debe es una obligación moral”). En su lugar, ha planteado políticamente una serie de preguntas sencillas: ¿quién le debe a quién? ¿Y qué pasa si no pagamos? ¿De qué lado está el Estado, y qué intereses defiende en última instancia? ¿Qué sucede si somos nosotros quienes, precisamente en nombre de la justicia, decidimos no obedecer las leyes? ¿Qué pasaría si opusiéramos una ley propia, un principio de autonomía democrática, a un gobierno que se ha vuelto despótico y hostil y que, como se anunciaba en Sol, es incapaz de cimentar nuestra propia sumisión, pues ya no puede representarnos? Por eso la clase política al unísono vuelve a atizar el miedo, ese último recurso policial, entonando aquello del “o nosotros o el caos”. Lo que no dicen es que, como en el chiste, el caos también son ellos: es su mismo poder obsceno, desprovisto del manto simbólico de la ficción, cada vez más desnudo y vulnerable ante la insumisión democrática que acabará por dejarle sin nombre.

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