sábado, 9 de marzo de 2013
Crónica a varias voces del recorrido a pie por el risco de San Antonio y el barrio de El Polvorín – “La mediación urbana en la ciudad consolidada”
Para la segunda sesión del módulo Geografías de la exclusión, las participantes contaríamos con la presencia de Vicente Díaz, profesor en la Escuela de Arquitectura de la ULPGC, y componente del equipo de arquitectos Arquypiélago, dedicado al estudio y la difusión de la arquitectura social, que, como ellos mismos explican, “nació con la intención de aportar otra visión de la ciudad, el territorio, y de los factores que le afectan, poniendo en valor el carácter social del hábitat, apostando por trabajar en la arquitectura, el territorio y sus márgenes, y sobre su capacidad de generación de calidad de vida”. Esta vez, en lugar de quedarnos en el salón del centro social, la propuesta consistía en recorrer a pie el risco de San Antonio y el barrio de El Polvorín, y así poder hablar de “La mediación urbana en la ciudad consolidada”.
El arquitecto como traductor
A lo largo del recorrido pudimos detenernos en edificios que vemos diariamente sin prestarles atención, como el del Cabildo Insular de Gran Canaria, una de las principales muestras de estilo racionalista del arquitecto Miguel Martín-Fernández de la Torre. Al asomarse el grupo al Castillo de Mata, suspendido del filo del siguiente risco, retendrá la compañera Marifé una de las ideas que nuestro amigo arquitecto expresa: “Un principio que se puede aplicar en muchos campos es el de `menos es más´”. Quería decir con esto que no por añadir –materiales, dinero, formas– vamos a obtener más calidad. En la recuperación de esta fortaleza, como en otros proyectos, se han ampliado los plazos, los presupuestos, el proyecto en sí. ¿Con qué fines? Probablemente con ninguno que tenga que ver con la calidad artística, y sí con intereses particulares. Sin embargo, Vicente nos anima a no caer en la simplificación de pensar siempre en el pelotazo: “Conozcamos a fondo las intenciones arquitectónicas”.
En general durante el ascenso al barrio de El Polvorín, Vicente nos acercaba dos lenguajes que suelen aparecer separados, el de la arquitectura y el del sentido común. De esta forma reivindicaría nuestro arquitecto que los de su profesión no sólo deben jugar un papel de técnicos o de creadores, sino también de traductores. Un arquitecto que posee un saber técnico debería hacer el esfuerzo por traducir ese conocimiento al lenguaje del sentido común, para escuchar y atender las peticiones de todas las personas. En este sentido, es preciso tener en cuenta que las obras de los arquitectos no están hechas para ser contempladas en un museo, sino que se convierten en nuestro paisaje cotidiano, incluso en nuestro propio hogar. Por tanto, todas tendríamos que disfrutar de la posibilidad de dialogar sobre aquello que nos afecta directamente.
Las viviendas de El Polvorín
La falta de diálogo entre conocimiento técnico y sentido común se hace especialmente tangible cuando hablamos de los edificios destinados a la vivienda. Y ese distanciamiento es aún más llamativo cuando –como sucedió en el proceso de rehabilitación de El Polvorín– ya se conoce quiénes son los vecinos que van a vivir en los nuevos edificios.
La ausencia de esa figura del arquitecto-traductor y la poca voluntad de hacer partícipes a los vecinos de lo que iban a ser sus viviendas –existió un equipo de mediadores que sí entabló un diálogo con el barrio, pero fue prácticamente ignorado por las otras partes–, hicieron que el proyecto de realojo en las viviendas de este barrio dejara muy insatisfechos a sus habitantes. El arquitecto había diseñado un edificio con la intención de hacer una obra de calidad alejada de los proyectos típicos destinados a vivienda de protección oficial. La obra, incluso, sería luego reconocida en diferentes publicaciones de arquitectura por su calidad técnica, algo que no es común en este tipo de viviendas. Pero el impedir la participación de los vecinos en el diseño de lo que iba a ser su hogar, provocó que, desde el mismo día de abrir las puertas de las casas, pocos estuvieran contentos con el resultado –en las semanas posteriores, llegaron a exigir en los periódicos que se demolieran y se construyeran otras–.
Como todas las actividades del Foro Crítica y Sociedad, también esta desembocó en un sustancioso debate, que decidimos celebrar en el propio patio exterior del edificio. Se abordó, nos recuerda también Marifé, la cuestión de la investigación: la vivienda pública, por lo general, se construye según un modelo clásico –comedor, cocina, dos habitaciones, techos a la misma altura–, lo cual responde a condicionantes culturales, cómo concebimos los modelos de familia, de vida; a medida que van cambiando esos modelos surgen nuevas necesidades, y ahí la investigación en nuevos espacios puede ayudarnos en nuestra evolución y no frenarnos. Esta reflexión nos invita a no catalogar la innovación como algo negativo, poco práctico, a no rechazarla por principio.
Para que haya claridad
El debate, claro, no se quedó en eso. Dio para remover muchas más aguas, pues tampoco bastaba la innovación por sí sola, ni como prioritaria sobre otros factores, al menos no si se busca realmente satisfacer las necesidades de los usuarios. Esto nos lo hacían obvio las propias explicaciones de Vicente –“si se fijan, en los libros de arquitectura nunca aparecen personas”, le habíamos oído antes de sentarnos–, y también la mera observación del innovador edificio cuestionado, desde fuera y desde su interior –unos cuantos coincidimos en la sensación de haber atravesado los corredores de una penitenciaría–. Pero, sobre todo, nos abrió los ojos el testimonio que una de las vecinas se animó a compartir con el grupo de visitantes, y que nosotros reproducimos ahora literalmente gracias al aparato que nos grababa la voz:
“Para no tener niños y no tener muchos [...] está bien, pero lo que es para habitarla... Para saberla vivir, sí, pero en general, no, porque todo el mundo no se adapta. Y, además, esas rejas, ¿qué hacemos nosotros ahí? Lo único que tenemos es el aire para respirar y para cambiar [...], y tenemos esas rejas ahí. Que he visto humo por ahí y he tenido que coger la llave y correr a ver de dónde... salir de mi casa. Que si me pasa hoy en día no puedo hacerlo, porque tengo una nieta con nueve meses, y no voy a dejarla sola. Y me desespero yo en la ventana, sin poder asomar la cabeza, sin saber de dónde viene el humo.”
“Otra cosa: la oscuridad. La luz. Como un día se corte la luz, ¿cómo bajamos nosotros de noche por las escaleras? No hay claridad ninguna. Porque a las seis de la mañana, nada... Hoy, por ejemplo, cortaron el agua y la luz, y mirabas para allá y veías... pero en el centro no se veía nada.”
“Yo, la primera vez que vi esta vivienda... a mí nunca me gustó. Pero una vez me dijeron que eran dúplex, y dije `ay, dúplex, qué bien´. Me metí ahí, y estaba la gente por ahí trabajando, me metí de entrometida... y llegando me desalé, me asusté un montón, porque no vi a nadie, como si me fuera a perder. Una sensación tan rara. Corrí.”
“Me enseñaron la casa, vi el pasillo de abajo muy estrecho. Después, la primera habitación pensé que era un ropero. [...] Pensé yo `¡ay, qué lindo, un ropero!´, y luego dije `no, eso es una habitación´. Me pareció muy estrecha, y me pensé para mí `y si engorda uno, ¿cómo va a caber por ahí?´”
“Pero, ¿sabes cómo está el agua y todo el piso cayéndose? ¿Usted ha visto, ha pasado al garaje? Pues está esto, cayendo agua... y los primeros pisos. Que digo yo que las casas están mal hechas, porque tienen las tuberías entre los techos, entre las paredes de los vecinos... [...] Pasé el otro día y tienen los techos caídos y todo, los primeros pisos.”
“¿El aparcamiento funciona?”, le preguntó Vicente. “El aparcamiento también está cerrado, perdiendo agua abajo...”, explicaba ella. “No funciona. Nunca ha funcionado”, insistió el arquitecto. “No, nunca. Y a mí me ha dicho mucha gente que ha entrado aquí, que han ido a arreglar fontanería: `no vayan ustedes abajo, que se les va la casa abajo´. A los pisos esos se les están cayendo los techos. Y abajo tienen todas las tuberías por fuera, del sótano, y a cada momento tienen que venir a arreglarlas. Y dentro de poco tiempo, las casas son nuestras. Ya eso no está para nosotros.”
“Pobres como nosotros –porque si tuviera para pagar un alquiler, me habría marchado–, mire, tengo que encender la luz del baño por la mañana, la luz de la cocina, del cuarto de abajo... Del cuarto de allá no, porque quité todo lo que es la madera. Para que haya claridad.”
Bartolomeo, un estudiante venido de otro país que se nos sumó este día, le pregunta cuánto tiempo llevaba viviendo ahí. “Desde hace, por lo menos... desde el 2004.”
Le dimos las gracias a la vecina de El Polvorín por compartir parte de su experiencia con nosotros, y luego del debate le dimos las gracias por lo mismo a Vicente Díaz.
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