jueves, 4 de agosto de 2011

Genealogía del racismo. Michel Foucault.

Tinta que emborrona

brillantes legajos,

ocultas la sangre

de lo olvidado.


Tímpanos que tiemblan

temblorosos ante el

callado susurro

de cañones

obligados al olvido de sí mismos.


Sumisos derrotados

fagocitados por un cuento

de externa legitimidad.

Altivos vencedores

esconden su orgullo

investidos en togas


Brota lo sustancial

de carne cercenada,

diseminada

en las fronteras

de la memoria.


Giro interno,

barricada patógena,

dibujas enemigos

residentes y ajenos.


Cuerpo esculpido

en cadenas de montaje

das la espalda a la muerte

(fallo algorítmico,

fórmula a perfeccionar).


El hongo ya estalló,

vida que brota

del puñal del asesino

y de la soga del suicida.


La construcción de una teoría del poder siempre queda confinada al plano económico, ya que tanto la teoría liberal clásica como la teoría marxista son netamente economicistas. La superación de la dependencia económica debe surgir del cambio en el esquema de interpretación, un cambio que ha de sustituir a la soberanía como concepto clave en la explicación de la constitución del poder político para elevar a la guerra como lo subyacente detrás de las relaciones de poder. Así, en la obra de Foucault, asistimos a la representación de una transformación de paradigma, en la que lo soberanista se desenmascara presentando su rostro como lo escenificado en la lucha de razas.

Esta superación de lo económico en la constitución del poder político pasa inexcusablemente por un cambio en el esquema de interpretación, de manera que pasaríamos de un análisis que se ve confinado al espacio de contrarios contrato-opresión (que se desplaza entre lo legítimo y lo ilegítimo) a otro que se desarrolla dentro del par guerra-represión (que se sitúa entre la lucha y la sumisión).

La teoría jurídica clásica tiene a su actor principal encarnado en la figura del soberano, de ahí que a estas tesis las llamemos soberanistas. Todo el edificio jurídico que se pone en pie no es más que un intento de diluir el poder del soberano en el derecho. Dentro de este aparato teórico el poder se juega entre dos límites el derecho de soberanía y la mecánica de la disciplina. Estos dos límites nos envuelven confinándonos en un callejón sin salida, ya que la crítica a la disciplina invoca al derecho, lo que nos devuelve, de nuevo, a lo disciplinario, ya que ambos forman un circuito de mutuas remisiones.

La insuficiencia de este constructo teórico soberanista en el análisis del poder se pone de manifiesto en tres puntos básicos:

Se genera un ciclo cerrado sujeto-sujeto: un sujeto dotado por naturaleza de derechos y capacidades puede y debe hacerse sujeto sojuzgado en una relación de poder.

Los poderes sólo adquieren sentido una vez que queda establecida la unidad de poder.

Uso de tres presupuestos que al mismo tiempo se asume y se trata de fundar: sujeto a someter, unidad del poder a fundar y legitimidad a respetar.

¿Podría, ante esta incapacidad de análisis del poder, ser sustituida la teoría soberanista por una que tuviera como clave interpretativa a la guerra? O en otras palabras, ¿es plausible una inversión del principio de Clausewitz? ¿Es, por tanto, lícito afirmar que la política es la guerra continuada por otros métodos?

No podemos responder a estas cuestiones sino a través de un estudio genealógico del concepto de guerra y de su posible contagio en el discurso político, que acabaría erigiéndolo como concepto clave en la interpretación de las relaciones de poder.

Así, durante la Edad Media se produce una paulatina estatalización de la guerra, el cuerpo social se despoja de las relaciones belicosas y se elimina la guerra privada. Se produce una centralización de la guerra que, como posesión del estado, es enviada a las fronteras. Unido a esto aparece la profesión militar, se profesionaliza el acto de la guerra y el estado funda instituciones militares. Este proceso se ve acompañado de la irrupción de un tipo de discurso que es enteramente histórico. Se encuentra anclado a ‘una’ historia y descentrado respecto de la universalidad jurídica. Este discurso relata el enfrentamiento ininterrumpido de dos bandos, que en sus derrotas y victorias, nunca definitivas, constituyen lo social en sus relaciones de poder. La verdad brota diferente de este nuevo espacio teórico y huye de la posición media. Nos situaremos más cerca de la verdad, una verdad, cuanto más dentro de un determinado bando nos hallemos. De manera que, en la perpetua repetición de un conflicto que no cesa y nunca ha cesado, la verdad no es más que la verdad de unos frente a la verdad de otros, y la construcción de esa verdad es un arma que reequilibra las relaciones de fuerza de los contendientes. No se pretende a través de esta construir una ley general, sino instituir un discurso asimétrico con una verdad como arma y un derecho singular.

La base del orden social no es racional, no se encuentra anclada a lo absoluto del derecho que la justificaría, sino que se sustenta en un sustrato totalmente irracional, en el que se sedimentan diferentes estratos de origen histórico: hechos físicos, series de acontecimientos, elementos psicológicos morales. Y, hacia el techo de estos materiales sedimentarios aparece una fina capa de frágil racionalidad cuyo único objetivo es el de convencer a los contendientes de que existe un justo ordenamiento que se aviene y se justifica en elementos racionales, para no volver a poner en juego la victoria. La guerra continua entre dos bandos hace necesaria la aparición del otro. El otro encarna al enemigo que ha de ser excluido, y es en esa necesidad de exclusión donde encuentra su perenne justificación la batalla. Se configura de esta manera una estructura social binaria, en la que sólo cabe un nosotros frente a ‘un otros’, y en la que no hay más espacios que los dos que divide el frente del conflicto. Aparecen asociados a esta visión dualista de la sociedad los conceptos de nación y raza, que permitirán delimitarnos frente al enemigo, como pertenecientes a esa raza o nación. Así, tenemos una paz que no es más que muda guerra, en la que los estallidos de los cañones se acallan, en nuestros sordos oídos, a través de una ley que dista mucho de ser un acto de pacificación.

Un discurso que se establece en la historia produce en esta una serie de cambios que nos permiten hablar de una ruptura en lo histórico, de manera que podemos diferenciar dos formas de hacer historia. Una a la que podríamos llamar la historia de Roma, el modo soberanista, que es un esfuerzo por reforzar el poder soberano, y otra contrahistoria, una historia bíblica1, que se opone a la anterior. Así, esta contrahistoria se define a partir de las oposiciones con las que se enfrenta a ‘Roma’:

Rompe con la identificación pueblo-monarca, lo que introduce un principio de heterogeneidad: la historia de unos no es la historia de los otros. Los fuertes contra los débiles.

Acaba con la continuidad de la gloria. Habla más de derrotas que de victorias.

La loa a ‘Roma’ es el deber de la memoria que acalla los derrotados, mientras que lo bíblico es desciframiento de la derrota.

En definitiva es contrahistoria porque es crítica y ataca al poder.

Este discurso es utilizado por muchos grupos, de manera que no se puede atribuir en exclusiva a ninguna lucha política determinada. Más bien, hemos de considerarlo como la apertura de un nuevo espacio para lo político. Espacio en el que la acción política quedará confinada, constituyendo, por tanto, la nueva geografía de lo político. Con lo que la conciencia histórica de la sociedad moderna no se centra en la soberanía y en el problema de su fundación, sino en la revolución, sus promesas y sus profecías de liberación.

Todo este engranaje, que se pone a funcionar alrededor del siglo XVII, es bautizado por Foucault como ‘guerra de razas’2. Es una guerra pues refleja el enfrentamiento continuo, nunca eliminado, si acaso silenciado hasta el susurro, de dos grupos, dos razas. Razas en las que no podemos ver de manera automática el concepto biologicista, que reside actualmente en ese significante, ya que presenta un significado inestable a lo largo de la historia. Debemos conformarnos, por ahora, con una aproximación genérica de este concepto, que sería válida para todo su devenir histórico. La raza supone un corte histórico-político, un tajo que sesga el espacio de lo social y nos devuelve la imagen binaria de dos bandos en incesante batalla.

Este análisis encuentra su nacimiento en la Inglaterra de las grandes luchas políticas y la revolución burguesa y en la Francia de las luchas de la aristocracia en contra del establecimiento de la monarquía absoluta. En el primer caso, la contrahistoria se manifiesta como una respuesta al intento de la historia realista de glosar la continuidad del poder real, de manera que los disidentes bucean en la diferencia entre normandos y sajones (vencedores y vencidos), estableciendo como punto conflictual de toda su historia la batalla de Hastings, a partir de la cual los derrotados descubren todo un relato de dominación y de subversión de lo justo. En el segundo lugar, la lucha por los orígenes se juega entre la triada galos-romanos-francos, configurándose diferentes equilibrios de verdad aptos para cada una de las facciones en litigio.

Será en tierras francesas donde toda esta nueva estructura de lo político alcance madurez. Y todo ello se produce a la sombra de un hecho que, aparentemente, se muestra como superfluo: la educación del duque de Borgoña, futuro rey. Luís XIV desea que su vástago reciba una correcta educación para afrontar sus labores venideras como máximo mandatario. Así decide recopilar una serie de saberes de utilidad para el ejercicio del poder. La reacción de la nobleza, encarnada en la figura de Boulanvilliers, responde a esto presentando un saber que se opone al decidido como necesario. Frente a lo jurídico y fiscal opone lo histórico. Y será en la reconquista del predominio de un determinado saber en lo que se cifrará la victoria de unos u otros.

Aparece con Boulanvilliers un nuevo sujeto histórico: la nación. Esta presenta una importancia capital porque de ella derivarán conceptos como el de raza3 y clase. Se produce un enfrentamiento entre dos definiciones de nación, la de los medios nobiliarios, que se mueve a un nivel infraestatal, y que coincide con los grupos que tienen en común un estatuto, unas costumbres, unos usos, una ley particular, entendida esta más como regularidad estatutaria que como ley general, y la de los enciclopedistas que la sitúan dentro de un país obedeciendo a unas leyes y a un gobierno único. Esta lucha no se desarrolla en el terreno académico, sino que supone una verdadera batalla por el poder.

Boulanvilliers desarrolla la lucha de razas y la dota de un contenido determinado. Instaura la lectura de la guerra en clave social, ya que la guerra recubre totalmente la historia, y por tanto vehicula la construcción de cualquier sociedad. Se concibe la libertad como la libertad de tomar el poder y se rompe el par libertad-igualdad. No existe la igualdad ya que todos son vencedores o vencidos y dentro de esta estructura binaria la única libertad es la de los vencidos para tomar el poder. No existe un derecho natural que sitúa lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, sino un derecho histórico. Siendo la guerra dentro de un estado perpetua, la derrota y la victoria siempre están en juego y los elementos que otorgan una u otra varían. La organización militar es lo que determina la grandeza de un estado, pues en su función de sojuzgar, una nación sólo puede alzarse con la victoria con una organización militar superior. Debido también al carácter inextinguible de la contienda resultaría absurdo afirmar que verdad y logos aparecen donde termina la violencia, estos surgen con y en la violencia.

Todo esto construye un discurso que no es ideológico, sino un dispositivo de poder- saber que se transfiere de unas luchas a otras y que constituirá la forma común del combate político. Este dispositivo se despliega en tres direcciones, que reflejan tres ámbitos del vivir. Lo filológico, la lengua, el habla, en la que se forma un corte histórico político bajo la figura de la nacionalidad. Lo económico, el trabajo, con un diseño de la diferencia a partir de la noción de clase social. Y lo biológico, referente a la propia vida como objeto de estudio, en el que la categoría, en este caso sociobiológica, que ejerce de campo de segregación es la raza.

Este dispositivo se convierte en criterio de inteligibilidad, ya que trata de encontrar la lucha de la que derivan todas las demás, de detectar los mecanismos que han adulterado las relaciones de fuerza, lo que construye la diferencia moral entre los que han ejecutado esos mecanismos y los que los han sufrido, y de localizar en la historia el punto constituyente, es decir la relación de fuerzas buena y verdadera. Buena en el sentido de liberada de traiciones y verdadera en cuanto que inscrita en la historia durante una prueba decisiva. Este punto constituyente no supone un restablecimiento de las leyes, sino una revolución de las fuerzas, de manera que se rompa su equilibrio metaestable y se retorne a una relación de fuerzas pasada. Este restablecer supone un volver atrás un retornar al punto en el que la arquitectura del poder beneficiaba a los, hoy, vencidos. Esto introduce un carácter cíclico en la historia, pues implica un movimiento circular que devuelve el presente al pasado, nos permite creer en un futuro que permanece latente en el pasado.

La relación de fuerzas buena y verdadera se sitúa en un punto que es antinatural y antijurídico, porque se opone a la figura del salvaje y reniega de ese punto cero (estado natural) a partir del cual el cuerpo social se puede constituir. Esta negación de lo jurídico y lo natural en el punto de inicio es en el fondo una crítica a la figura del salvaje (bueno o malo). El salvaje es un hombre de intercambio, pues intercambia derechos (sentido jurídico) e intercambia bienes (sentido económico). Frente a esta figura irrumpe el bárbaro, el cual se diferencia del salvaje en que no existe bárbaro alguno sin una historia que lo avale, mientras que el salvaje era prehistórico, en el sentido de que se situaba antes de la historia, no contaba con ningún bagaje pasado que lo sustentara. El último es un vector de intercambio, mientras que el primero es vector de dominación. El bárbaro no cede su libertad la apoya en la libertad perdida de otros, y apuesta por un gobierno militar ya que multiplica su fuerza, amparándose el salvaje en un contrato de cesión civil4.

La consolidación a la que este discurso acontece durante el siglo XVIII sufre una modificación sustancial durante la centuria siguiente. Se produce un debilitamiento del concepto tradicional de guerra como criterio de inteligibilidad. No es que la guerra desaparezca como sustrato bajo el que se pueden comprender las relaciones de poder, sino que se produce una profunda y sutil transformación de esta noción, que a veces consigue hacernos pensar que ha desaparecido como condición de inteligibilidad. El nuevo concepto de guerra nace al amparo de una doble inversión, que hace pasar de lo histórico a lo biológico y de lo jurídico a lo médico. Así, ahora, la batalla es una lucha contra los peligros que nacen en el propio cuerpo y contra los cuerpos extraños.

Es en este momento cuando el tercer estado toma la palabra y reelabora la ‘guerra de razas’ para adaptarla a sus circunstancias. Todo este viraje parte de la revisión que sufre el concepto de nación. Definido por Sieyes, la nación consta de dos tipos de elementos, los elementos formales: ley común y cuerpo legislativo, y los elementos histórico-funcionales: trabajos y funciones. La novedad radica en la preeminencia de los segundos sobre los primeros, ya que son los histórico-funcionales la condición de los elementos formales. Ateniéndonos a esta inversión en las prioridades la burguesía emerge como la verdadera nación, porque es ella la que controla lo histórico-funcional, y es por tanto la que da la condición de posibilidad a lo formal, y en definitiva al propio estado.

Todo esto provoca una serie de consecuencias:

Inversión del eje temporal de reivindicación. Se pasa de reclamar un derecho pasado, a la virtualidad de un porvenir que es inminente y está inscrito en le presente.

La nación queda caracterizada por su relación vertical con el estado y no por su relación horizontal con otras naciones, como ocurría en los presupuestos de Boullanvilliers.

Una nación será más fuerte cuantas más capacidades estatales tenga y no por sus capacidades militares.

La principal función de una nación es gestionar y no dominar. Se produce una paulatina estatalización.

Se rompe el carácter cíclico de la historia se pasa a un modelo rectilíneo, de lo virtual nos desplazamos hacia lo real, en un desplazamiento que no busca su sentido en el pasado.

Se lucha por la universalidad del estado, por lo que la lucha se desplaza al terreno civil. Se cambian las armas por herramientas como la economía, las instituciones, la producción, la administración.

Todas estas profundas transformaciones en el dispositivo de poder-saber, que es la lucha de razas, preparan el terreno al racismo de estado que aparecerá hacia fines del siglo XIX. La inversión hacia lo biológico y lo médico, que hace de la guerra una respuesta contra la agresión de los elementos externos o internos de la sociedad que actúan contra la misma tomada como un cuerpo, abona el terreno de una nueva concepción de la vida como objeto de apropiación estatal. Se pasa así del derecho a la vida como derecho para infringir la muerte al derecho sobre la propia vida. Se produce una captura del hombre en cuanto masa y en sus procesos de conjunto. Se pasa de la anatomopolítica (disciplina) a la biopolítica (regulación), del individuo a la masa. Apareciendo así conceptos como población, natalidad, morbilidad. Se produce un esfuerzo por cuantificar los fenómenos colectivos aleatorios para poder dominarlos y así optimizar la vida.

La irrupción de la regulación no hace desaparecer la disciplina, y la anatomopolítica y la biopolítica cohabitan en el cuerpo social. Esta concurrencia conjunta de ambas hace que la sexualidad tenga un papel central, ya que es el gozne que articula la relación entre lo regulativo y lo disciplinario. Asimismo, lo sexual se sitúa entre el cuerpo y la población por lo que de nuevo se reivindica como bisagra entre los dos mecanismos de control de lo social que se yuxtaponen. Todo esto hace que lo sexual se encuentre sometido a un estricto control.

La nueva tecnología productiva sobre la vida presencia a la muerte como un fracaso. Esta deja de ser necesaria detención de lo vivo y pasa a fallo de cálculo. Se produce un oscurecimiento de la muerte, ya que es el reverso del nuevo poder. Este oscurecimiento se materializa en una cierta negación de la misma con su consecuente ocultación. La muerte deja de ser, se escapa de los mecanismos de poder, por lo que hemos de cerrar los ojos ante ella.

Surge una pregunta ante esta nueva tecnología del poder, ¿cómo puede la guerra, como proceso privilegiado de ejecución de la muerte, tener presencia en nuestras sociedades de incesante productividad de lo vivo? La respuesta hemos de buscarla en la aparición del racismo, concepto que asociado a lo médico-biológico generará dos consecuencias de capital importancia:

Fragmentación del continuum biológico y creación de una relación entre la muerte del otro (enemigo ya interno o externo a la sociedad) y la afirmación de nuestra vida.

Establecimiento de la relación: a mayor número de muertos de nuestro propio bando, de nuestro cuerpo social, mayor pureza, y viabilidad en términos evolutivos, de nuestra propia raza.

Estas dos consecuencias sustentadas por la cobertura científica que les ofrece el evolucionismo, son capaces de incorporar la muerte en el seno de la paranoica asepsia conservativa de lo vital, generando, de este modo, estados asesinos y suicidas.

1 Se trata de una historia bíblica porque al igual que esta, relata el proceso de una derrota y avanza una promesa de salvación. Salvación que se torna posible en el proceso que escarba en el pasado con la pretensión de hallar las claves que condenaron a los derrotados, para invertirlas y conseguir que estos se alcen redimidos en la victoria.

2 El discurso de la ‘guerra de razas’ tiene un emerger histórico que Foucault sitúa sobre los siglos XVI y XVII en relación con el problema de la soberanía y del estado. Esto no ha de hacernos pensar que nuestro autor olvida el racismo religioso que ya existía durante la Edad Media. El problema aquí es otro, no se trata de la conciencia de pertenencia a una raza determinada ni de los mecanismos con los que se intentó excluir o eliminar físicamente a una raza, sino de ver cómo en occidente apareció un análisis del estado, sus instituciones y sus mecanismos de poder llevado a cabo en términos binarios.

Análogamente, este discurso no puede ser confundido con el racismo o el discurso racista, ya que estos son un episodio de la guerra de razas, que se produce durante el siglo XIX al retomar sus términos en clave sociobiológica, con fines de conservadurismo social y dominación colonial.

3 Hablábamos anteriormente del concepto de raza como el otro, el enemigo, el corte histórico político que nos define en la diferencia. No es que ahora hayamos cambiado la terminología y habiendo eliminado la noción de raza nos situemos en la de nación, sino que raza es un genérico que alude al sesgo que separa histórica y políticamente a los bandos enfrentados en la lucha de poder. Nación, por tanto, no deja de remitirnos a una separación dentro del campo social que configura diferentes territorios en guerra, aunque con unos matices determinados que no se hallaban contenidos en nuestro concepto genérico y que responden a la emergencia del discurso de la lucha de razas en un momento histórico determinado acompañando a ciertas exigencias políticas.

4 La oposición entre salvaje y bárbaro surge de la negación por parte de la ‘guerra de razas’ de esa figura que situada antes del inicio de lo social (el salvaje) sirve de justificación para una determinada postura política. La contrahistoria como aparato netamente histórico no concibe ese a priori que pueda ser fundamentación de lo social.

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